En el mes de julio
La vida es sueño
La nueva crónica cultural de Ágreda
Dos horas de teatro: desencanto, alegría, utopía, imaginación, desgracia, fragilidad, hastío, exhibicionismo... porque todo en la vida es sueño y los sueños, sueños son. Dos horas con el Teatro Calderón lleno hasta la bandera. Y alegría por disfrutar de esta obra maestra llena de un lenguaje rico, agrio y a veces altisonante. Satisfacción por disfrutar de las interpretaciones, con algún altibajo, sobre todo cuando se pone a chillar desaforadamente el personaje que interpreta Goizalde Núñez que parece que la están despellejando, por Dios, un poco de mesura. Lo mejor, la escenografía que lleva un ritmo frenético y ceñido a lo que pide cada escena.
La adaptación que han realizado de la obra de Calderón Declan Donnellan y Nick Ormerod tiene ritmo, atrevimiento y brillo a partes iguales. Tiene, también las dosis justas de sorpresa para que el espectador no pierda comba y siga los sucesos y peripecias de Segismundo según avanza la obra.
Alfredo Noval (Segismundo) realiza uno de sus mejores trabajos (pasemos un estúpido velo sobre sus cinco primeros minutos que desesperan al más pintado) y según avanza la obra se le ve más seguro, más vivo, más intenso y a la vez dota a su personaje de la complejidad que necesita el personaje para que el público se pueda apiadar de él. Tiene también ese punto que necesita Segismundo de furia contenida, de locura quijotesca de pasar de la vida al sueño en un parpadeo.
Ernesto Arias (Basilio, rey de Polonia) borda el personaje y brilla con luz propia en las tablas del Teatro Calderón de Valladolid. Tiene una voz clara, sujeta las riendas de sus personajes sin llevarlo al extremo, desgarrado cuando toca es un actor de tronío que nos tiene que dar todavía muchas alegrías. Con ganas de volver a verlo por Pucela.
Pegas. La desigualdad de las interpretaciones llama mucho la atención. El tono, el dichoso tono tiene que ser más rítmico y adecuado a la escena, tengo la impresión de que a veces sueltan lo que les toca decir pero sin gracia, hay que poner la pasión justa sin que se note la sobreactuación.
Me gustó la escenografía de Nick Ormerod y el diseño de iluminación de Ganecha Gil, aunque quizá peca de iluminar demasiadas veces el patio de butacas y pierde un poco la concentración y la soledad. Esa soledad tan necesaria para tener la impresión de que eso que está pasando solo lo estás viendo tú. ¿Es mucho pedir?
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