El Santo que vio derribar la Muralla de Ávila

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El Santo que vio derribar la Muralla de Ávila
Fotografías: Gabriela Torregrosa
Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria
Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria
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En 1519, se produjo un inesperado acontecimiento en Ávila que supondría un revulsivo para su historia: a lo largo de ese siglo, y precisamente a consecuencia de la relevancia que al suceso se le concedió, Lope de Vega se vincularía laboralmente a la localidad, Felipe II autorizaría derribar un torreón de los 88 de los que entonces constaba la afamada muralla, y se ligaría directamente la tradición de la ciudad con designios ordenados en el siglo I por los mismísimos San Pedro, San Pablo y Santiago.

Todo comenzó en enero de 1519, cuando el rey Carlos I acababa de heredar la corona española, y el malestar castellano ante lo que se consideraba un gobierno impuesto de extranjeros comenzaba a fermentar en lo que en breve se conocería como Guerra de las Comunidades, la revuelta de los comuneros cuya Santa Junta tendría en Ávila al año siguiente su reunión fundacional.

Ese enero de 1519, siendo obispo de la Diócesis abulense el franciscano Francisco Ruiz, persona de la mayor confianza del cardenal Cisneros, unas obras de acondicionamiento de la ermita románica de San Sebastián y Santa Lucía, actualmente bajo la advocación de San Segundo, ubicada extramuros, junto al puente del río Adaja, en los arrabales de la ciudad, dejaron al descubierto un sorprendente hallazgo que se juzgó portentoso.

La apertura de dos arcos para comunicar entre sí los tres ábsides de la cabecera sacó a la luz lo que se interpretó eran las reliquias de San Segundo, para las crónicas primer obispo y patrono de la ciudad, que según la tradición fue uno de los siete "varones apostólicos": discípulos de Santiago, ordenados por San Pedro y San Pablo, y enviados por estos hacia el año 65 a evangelizar la Hispania romana.

Un trabajador natural de Ávila, Francisco Arroyo, derribando la pared junto al altar de la capilla mayor de la ermita, en el lado de la epístola, halló en un hueco un vaso o sepulcro de piedra berroqueña con la inscripción 'Sanctus Secundus'. Al abrirlo, apreció un suave olor, sintió de inmediato mejorada su salud maltrecha y comprobó que contenía los huesos de un cuerpo completo vestido de pontifical y sus cenizas, acompañados por un ajuar litúrgico: una mitra, un cáliz de los siglos XIII-XIV con caracteres góticos en italiano afirmando la autoría del sienés Andrea Petruchi, una patena y un anillo de oro con un zafiro. Las piezas se supusieron añadidas posteriormente al esconder las reliquias para protegerlas de infieles profanadores.

Se decidió transferir a la catedral el cáliz y el anillo, y dejar el cuerpo en el templo en una caja de nogal con tres cerraduras, repartiéndose la terna de llaves entre el Cabildo catedralicio, el Consistorio municipal y la hermandad vinculada a la ermita. Desde el principio, surgió una discrepancia entre los dos primeros clavarios y el tercero, al sostener canónigos y regidor, ante la oposición de cofrades y pueblo llano, que era preciso mudar los restos hasta la primera iglesia, dado que la ermita se localizaba en una zona degradada por el ruido del agua y los batanes, el mal olor de las tenerías y la cercanía de la casa de mancebía.

Un Breve pontificio del papa León X de 26 de enero de 1520 autorizaba dicho traslado, pero la confrontación popular hizo que transcurrieran décadas sin que se llevase a efecto. La llegada de devotos fue tan numerosa que en las inmediaciones resultó necesario construir un Hospital de Peregrinos.

En 1572, ocupando la sede episcopal de Ávila Álvaro de Mendoza, su hermana, la riquísima y piadosa María de Mendoza, viuda del poderoso secretario de Carlos I, Francisco de los Cobos, donó doscientos ducados para erigir una estatua de San Segundo sobre su sepulcro en la ermita. Así, el gran artista Juan de Juni realizaba la preciosa escultura en alabastro que se instaló en abril de 1573. Esa obra de arte llevó a Federico García Lorca a describir, en su visita de 1916, el "relicario de un sepulcro blanco con un obispo frío rezando eternamente, oculto entre sombras".

El 9 de septiembre de 1593, Jerónimo Manrique de Lara, mitrado de Ávila entre 1591 y 1595, se vio aquejado de una severa dolencia cardíaca y los médicos le desahuciaron. El prelado ordenó le llevasen a sus aposentos las reliquias del santo, produciéndose su curación, que él atribuyó a su intercesión.

La traslación en procesión del cuerpo de San Segundo a la catedral se fijó para el día en que se cumplía un año del restablecimiento de monseñor Manrique de Lara, el domingo 11 de septiembre de 1594. Se dejó una inscripción en piedra en el muro norte de la ermita de San Segundo dando fe de que permanecía "aquí en su sepulcro la (sic) arca donde fue hallado y mucha parte de sus santas cenizas y reliquias". Se invitó a la solemne ceremonia a Felipe II, cuyas relaciones con la ciudad atravesaban un momento delicado por la reciente sublevación de la nobleza abulense oponiéndose a la exacción de impuestos, que terminó con la ejecución del cabecilla, Diego de Bracamonte, el 17 de febrero de 1592. El rey declinó la invitación alegando una indisposición, y se le hicieron llegar reliquias, a las que era muy afecto.

Manrique de Lara, que había tenido a Félix Lope de Vega y Carpio a su servicio en su juventud, le encargó para la ocasión componer la que sería su primera comedia hagiográfica, 'San Segundo de Ávila', siendo estrenada un mes antes, el 12 de agosto, en el corral de comedias abulense del hospital de la Magdalena, y volviendo a representarse en la catedral el 11 de septiembre. La obra de Lope desarrolla en tres jornadas la venida de Santiago a España y la predicación de sus discípulos, los siete Varones Apostólicos. Segundo se halla en España cuando comienza la acción; luego se dirige a Jerusalén con Santiago, donde éste es ejecutado por orden de Herodes, y posteriormente va a Roma, donde San Pedro lo nombra obispo de Ávila, lugar en el que residirá hasta su muerte.

La tercera jornada discurre en esa sede que Segundo se reserva para sí tras dividir las de España entre sus compañeros. El hallazgo de sus vestigios siglos después suponía una valiosa prueba de la antigüedad de la iglesia abulense y de sus orígenes apostólicos, a pesar de que los varones permanecieron en localidades andaluzas cercanas entre sí, y de que, de aceptarse que Segundo cuando se asentó en 'Abula' se trataba de Ávila, sería el único alejado del centro de operaciones del grupo, aunque algunas fuentes identifican 'Abula' con Abla (Almería) o Vilches (Jaén).

Los siete varones apostólicos eran Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio y Hesiquio (o Isicio). Según la tradición, juntos llegaron a tierras españolas y se dirigieron a Acci (Guadix, Granada), donde se estaban celebrando las fiestas paganas en honor de los dioses Júpiter, Mercurio y Juno. Allí, fueron objeto de persecución y debieron huir en dirección al río, produciéndose el hecho milagroso que llevó a la conversión de los habitantes de la ciudad: el desplome del puente, que impidió que sus captores pudieran alcanzarles. Desde ese punto, deciden dividirse las sedes para extender la predicación en la Península, aunque la identificación de los topónimos no es pacífica. Torcuato permaneció en Acci, Segundo se desplazó hasta Abula, donde fundó la primera comunidad cristiana hasta ser perseguido y morir mártir, arrojado desde un torreón de la muralla primitiva, y los otros cinco se dirigieron, respectivamente, a diferentes lugares: Indalecio a Urci (Villaricos o Pechina, en Almería), Tesifonte a Vergi (Verja, Almería), Eufrasio a Iliturgis (Lituergo o Andújar, Jaén), Cecilio a Ilíberis (Elvira, Granada) y Hesiquio a Carcesi o Carcere (Cieza, en Murcia, o Cazorla, en Jaén).

La traslación al altar mayor catedralicio de los restos del santo el 11 de septiembre de 1594 contó con la participación de más de 250 frailes y 400 clérigos y asistencia de 50.000 fieles. La cantidad de velas de cera blanca portadas fue tal, que costaron más de 600 ducados. Las calles fueron engalanadas para la ocasión, con colocación de altares y colgaduras de los balcones, con tapices y telas de oro y plata. Se entonaron cánticos y villancicos. Las fiestas se prolongaron hasta el domingo de la octava de la traslación: hubo corridas de toros, juegos de cañas, representaciones teatrales, música y danzas.

La curación del obispo (que falleció dos años después), considerada un milagro del santo, llevó al prelado a instituir y dotar de su propia hacienda en la catedral una capilla adosada a la cabecera del templo, con traza del arquitecto real Francisco de Mora, y obra de los maestros de cantería Cristóbal Jiménez y Francisco Martín Peralta, destinando 30.000 ducados a la fundación y 2.000 de renta perpetua. Pocos meses después, Manrique de Lara se trasladó a Madrid como inquisidor general, pero dejó dispuesto ser enterrado en la capilla a su muerte, lo que se llevó a efecto. La obra sería terminada en 1606, aunque las reliquias del santo no se depositaron en el oratorio hasta el 2 de marzo de 1615, en un acto solemne.

La construcción de la capilla como mausoleo de San Segundo hubo de superar un serio obstáculo: quedaba adosada a un cubo de la muralla, por lo que se pidió licencia a su titular, Felipe II, para demolerlo. El monarca daría su conformidad el 17 de enero de 1595, tras haber recabado del corregidor que de ello no seguiría ningún perjuicio o daño.

La capilla originariamente tenía una puerta abierta directamente a la calle, que a partir de entonces trocaría su nombre de Albardería por el de San Segundo. Se proyectaba una escalera de nueve peldaños, pero en agosto de 1597 el municipio se quejó de que quedaba muy estrecho el paso por el espacio público, inutilizando prácticamente la acera. En busca de una solución, el maestro cantero Francisco Martín Peralta se entrevistó en El Escorial con Mora y este modificó los planos, creando la escalera actual para salvar el desnivel de la vía (hubo que cegar la puerta primitiva, aún visible), aunque el tránsito por ese punto siempre quedaría excesivamente angosto.

La gestión de la capilla gozó de cierta autonomía respecto de la catedral. Un retablo-baldaquino realizado por Joaquín de Churriguera fue acabado en 1716, y una década después se decoraron las paredes y la bóveda con pinturas que plasmaban la vida y milagros del santo, obra del pintor madrileño Francisco Llamas. Asimismo, en esos años, el platero salmantino Luis de Torres y Baeza elaboraba la urna que acoge las reliquias de San Segundo, situada en el centro del retablo churrigueresco.

Lope de Vega terminó sus días como capellán de San Segundo en la catedral de Ávila, puesto con una renta de 150 ducados anuales que finalmente logró en 1626 tras postularse infructuosamente hasta en cinco ocasiones desde 1615, lastrado por su reputación de pendenciero y mujeriego, que no disminuyó ni siquiera tras su ordenación sacerdotal en 1614. El 'Fénix de los Ingenios' alegaba con razón cumplir el requisito que había instituido el prelado para sus capellanes, el de haber tenido relación previa con su Casa, pues tiempo atrás había servido a Jerónimo Manrique de Lara como paje siete años.

Una imagen procesional de San Segundo tallada en 1947 por Antonio Arenas se custodia todo el año en la ermita y desde allí en su festividad es llevada en andas al primer templo abulense, rememorando aquel viaje secular inicial, de donde retorna a su ubicación habitual en comitiva el 2 de mayo, día de su fiesta canónica. Esa jornada, la costumbre prescribe introducir un pañuelo bajo la estatua de alabastro en la ermita y tocar la caja donde reposaban los restos, pidiendo tres deseos. La corriente de aire del interior puede arrancar de los dedos devotos el lienzo si no se sujeta con vigor, habiendo que conservarlo para que el santo conceda lo solicitado. Las largas colas que se forman durante horas testimonian los muchos anhelos que alberga el corazón humano.

 

Fotografías: Gabriela Torregrosa

 

 

 

 

 

 

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