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24h

El señor Orestes

Nueva entrega de la sección de 'Los lunes al sol' escrita por Guillermo Delgado

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El señor Orestes
Guillermo Delgado
Guillermo Delgado
Lectura estimada: 2 min.
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Mi tienda favorita.

Me hacía la cuenta en una hoja a lapicero. Incluía la leche, el pan, las naranjas, una lechuga, tomates, aceite y un cartón de huevos.

Era una alegría llegar del colegio y que mi madre me tuviera la lista escrita y el dinero preparado. No tenía que cruzar ninguna calle, estaba a veinte metros de mi portal.

Un mandil azul y unas gafas de pasta negras. El fin de semana le ayudaba un hijo.

Al darme las vueltas, él sabía por mi mirada que siempre esperaba algo. Aunque nunca pedí nada salvo dar las gracias. Dos caramelos, un tocinillo...o lo que más me gustaba, cuando me decía que abriera la mano y me la llenaba de cacahuetes.

Había de todo en esa tienda pequeña. Había de todo menos cajeras, carros, datáfonos y carteles de ofertas. No había megafonía ni parking. Una radio pequeña que colgaba al lado de una virgen de cerámica con una cuerda. Una furgoneta gris claro estaba siempre aparcada en la puerta. Si le pedías algo que no tuviera en el interior, salía del mostrador y de esa furgoneta aparecía siempre lo que mi madre me había pedido que subiera.

A mí me encantaba que estuviera la tienda llena. Me gustaba escuchar a las mujeres hablar con él. Casi nunca había hombres. A mí no me importaba ir cargado, mi casa ya tenía ascensor.

Al lado de la tienda, la ferretería y al otro el taller de coches.

He aparcado esta mañana justo enfrente. Ya no queda nada. Toda una oficina bancaria de La Caixa, dobla hasta la esquina.

He sacado primero las dos muletas que estaban en la parte trasera y luego he ayudado a mi madre a salir del coche. Despacio, a su ritmo, hemos llegado a la puerta de la parroquia donde recibí la comunión y allí seguía con sus bancos de madera el cuarto donde nos daban la catequesis.

Para que mi madre no anduviera mucho nos sentamos en el último banco y al cabo de un rato nos hemos puesto de pie para dar un abrazo muy emocionado a un señor que venía con un joven de la mano, los dos de negro.

Mi madre se ha girado hacia mí y me ha dicho.: "Ya no te acuerdas, claro, pero es el hijo del señor Orestes".