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En el diseño de una ciudad, los nombres de sus calles y plazas no son meros elementos funcionales, sino símbolos de su memoria colectiva. Reflejan aquello que una comunidad elige recordar y celebrar, convirtiéndose en una forma de educación pública y un recordatorio constante de sus valores y aspiraciones. Sin embargo, en los últimos tiempos, se observa una preocupante tendencia a banalizar estos espacios, dedicándolos a figuras cuya relevancia no trasciende lo efímero o lo mediático. Este fenómeno contrasta con el olvido al que se condena a grandes pensadores e intelectuales, aquellos que han contribuido al progreso cultural y social desde una perspectiva duradera. Emilio Lledó, miembro de la Real Academia Española y uno de los grandes filósofos contemporáneos, pertenece a este grupo. Valladolid, ciudad en la que vivió y enseñó, tiene una oportunidad única de homenajearlo con una calle, plaza o espacio significativo que perpetúe su legado.
Filósofo, humanista y académico, Emilio Lledó (1927) es una de las figuras más destacadas del pensamiento contemporáneo en lengua española. Discípulo de Hans-Georg Gadamer en Heidelberg, Lledó ha explorado a lo largo de su vida cuestiones esenciales como la memoria, el lenguaje, la ética y la educación. Su contribución a la filosofía es vasta, desde la traducción de Historia de la filosofía griega de Wilhelm Capelle hasta sus prólogos extensos a ediciones de Platón y Aristóteles, figuras a las que ha dedicado especial atención a lo largo de su obra. Además, Lledó ha sido miembro vitalicio (fellow) del Instituto para Estudios Avanzados de Berlín, donde su influencia ha trascendido fronteras nacionales, reafirmando su vinculación con los grandes pensadores de la tradición filosófica.
Entre sus libros más influyentes se encuentran " Filosofía y Lenguaje", "El silencio de la escritura", "La memoria del logos", "Los libros y la libertad", "El surco del tiempo", o los editados por la vallisoletana Cuatro Ediciones "Elogio de la infelicidad" y "Fidelidad a Grecia", en el que rescata los ideales clásicos para vincularlos con los desafíos actuales. Estas obras, traducidas a varios idiomas, han sido reconocidas tanto en España como en el extranjero, consolidándolo como una de las voces más relevantes del humanismo moderno.
Durante su etapa en Valladolid, Emilio Lledó dejó una huella indeleble como profesor del Instituto Núñez de Arce. Generaciones de estudiantes lo recuerdan como un maestro excepcional, capaz de inspirar un amor profundo por el conocimiento, promover el pensamiento crítico y transmitir una ética basada en la libertad y el compromiso. Un antiguo alumno lo definió como "alguien que no solo enseñaba a pensar, sino también a vivir con conciencia y responsabilidad". Esta conexión con Valladolid, más allá de lo biográfico, fue un vínculo educativo y humano que enriqueció a la ciudad y marcó a muchos de sus ciudadanos.
Sin embargo, la Universidad de Valladolid y las instituciones locales aún no han reconocido oficialmente la contribución de Emilio Lledó, a pesar de su vinculación con la ciudad y de su relevancia internacional. Este vacío resulta llamativo si se compara con los homenajes que otras ciudades han otorgado a sus grandes intelectuales. Heidelberg, donde Lledó estudió con Hans-Georg Gadamer, ha dedicado una calle a este último, mientras que Berlín honra a Walter Benjamin, Viena a Sigmund Freud y París a Voltaire, Sartre y Rousseau. Valladolid debe sumarse a este círculo de ciudades que valoran el pensamiento como parte esencial de su identidad cultural.
Lledó afirmaba: "La memoria es el gran vínculo de la humanidad, porque no solo recuerda lo que somos, sino que nos obliga a ser responsables con lo que podemos llegar a ser." Este pensamiento refleja la esencia de su obra, donde la memoria no es un ejercicio nostálgico, sino un compromiso ético y colectivo para construir un futuro más humano.
Reconocer a Emilio Lledó sería un acto de justicia hacia uno de los pensadores más influyentes de nuestro tiempo. Su legado no solo reside en su obra escrita, galardonada con premios como el Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades (2015), el Nacional de las Letras (2014), la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio (2016), o el alemán Premio Alexander von Humbolt (1991) sino también en su contribución como maestro, filósofo y defensor de la educación como motor del progreso humano.
Un espacio público dedicado a Emilio Lledó no sería un gesto simbólico aislado, sino un mensaje educativo y cultural. Podría integrarse en iniciativas escolares que promuevan el pensamiento crítico y el diálogo, invitando a las nuevas generaciones a reflexionar sobre su entorno y su papel en la sociedad. Al igual que en otras ciudades europeas, Valladolid enviaría un mensaje claro: el progreso no se mide únicamente en términos económicos o tecnológicos, sino en la capacidad de reflexionar, aprender y preservar los valores universales que nos humanizan.
Honrar a Emilio Lledó sería, además de un acto de justicia cultural, una declaración de principios: apostar por un futuro más libre, reflexivo y humano, enraizado en los ideales de la educación, la ética y el conocimiento
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