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Imposición y capricho

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Imposición y capricho
Diego Jalón Barroso
Diego Jalón Barroso
Lectura estimada: 5 min.

En su discurso de investidura en noviembre de 2023, ese en el que aseguró que "las derechas retrógradas siguen dogmas económicos trasnochados, ignoran a los expertos, cuestionan las aportaciones de la ciencia y, en consecuencia, se muestran incapaces de gestionar lo público" y en el que se proclamó constructor de un muro para librar a los españoles "de ese flagelo", Pedro Sánchez nos explicó que lo que se decidía ese día era "a quién entregamos las riendas del Gobierno para los próximos cuatro años". Pues ahora ya está claro a quién se lo entregamos. Y resulta que no fue precisamente a él, sino a un prófugo de la justicia, Carles Puigdemont, y a su partido que, como repite Rufián, es "la derecha más reaccionaria".

Y así se ha demostrado esta semana con ese decreto que era un ómnibus y ha acabado en una puigdemoneta a la que el gobierno ha decidió subirse sin preocuparse de a dónde se dirige. Así que para seguir manteniendo la apariencia de que Gobierna, Sánchez votará que sí, no al decreto de su Gobierno, sino al decreto que Puigdemont le ha impuesto en Waterloo, no sin antes aceptar todas esas cosas que un par de días antes resultaban inaceptables e inconstitucionales, según el ministro Óscar López y el resto de los ministros sincronizados.

"El decreto es un todo", decía Bolaños. "El escudo social no se trocea", "el Gobierno no va a ceder y se va a dejar la piel por los ciudadanos", respondía el coro como en una tragedia de Sófocles. "Y ciudadanas", clamaba Yolanda intentado aportar algo ella también. Hasta eso de que el Congreso debata instar al Gobierno a presentar una moción de censura, que el citado López comparó con permitir que se celebre un referéndum ilegal en Cataluña, resulta ahora no sólo aceptable sino un capricho que hay que consentir a esos que el otro día llamaban al gobierno trilero, pirata, mentiroso y arrogante. Esos que estaban hasta las narices, pero con los que según dice ahora Bolaños, "hubo cariño".

Pero bueno, como los que causan "dolor social" son los del PP, y ahora ya no es necesario ese apoyo que les reclamaba Sánchez hace un par de días, "bastaba con que se hubiesen abstenido", pues se les reprocha incluso que vayan a votar que sí. Porque según Óscar Puente, son pollos sin cabeza, y en esta ocasión, algo de razón no le falta. Pero el apocalipsis ha quedado pospuesto. Bendito sea Pedro porque al ceder a las imposiciones y a los caprichos de Puigdemont va a permitir que se revaloricen las pensiones, se mantengan las subvenciones al transporte público y se amplíen las ayudas por la riada, que en su mayor parte consisten en permitir a la Generalitat valenciana que aumente su endeudamiento.

Tanto ruido democrático, que como dice Sánchez es siempre mejor que el silencio de las autocracias, para nada. Esto se podía haber evitado si desde el principio Pedro no se hubiera empeñado en echar un pulso a quien él mismo convirtió en el presidente de facto de España. Pero Sánchez tiene esas cosas, que se deja llevar por su arrogancia y mide mal. Nos podía haber ahorrado tanto crujir de dientes, tanto resoplido y esos ademanes chulescos con lo de que mi decreto se aprueba "sí o sí".

Luego nos cuenta eso de que va a buscar votos hasta debajo de las piedras, pero siempre los encuentra cuando se agacha a mirar debajo de la piedra de siempre, la misma con la que lleva tropezando desde noviembre. Porque lo malo es que cuando uno se agacha mucho, se le acaba viendo el culo. Entre trocear o no el decreto y tragar con la cuestión de confianza, hace una semana decidió que ni hablar. Y ahora que por supuesto. Coherencia, lo llaman. O sudar la camiseta, como ustedes prefieran. Pero Puigdemont lo llama mear sangre y parece la descripción más acertada.

Con todo este guirigay y esta pelea entre machirulos alfa, quizá se nos escapan algunas cosas importantes. Como preguntarse por qué en un país que crece al 3,4%, y bien que presume el Gobierno, lo que según Sánchez ha hecho que aumente la renta y el bienestar de los españoles, hay que seguir subvencionando el trasporte público para que la gente lo pueda pagar. Hasta el propio Óscar Puente defendía que había que acabar con esas subvenciones hace un par de meses. Pero de eso ya nadie dice nada y hay al parecer acuerdo unánime en seguir dopando la economía y aumentando el gasto y la deuda.

Tampoco cuestiona nadie la subida de las pensiones. Tiene dicho la ministra de Hacienda que "los abuelos y las abuelas no quieren las pensiones para ellos. Las necesitan para sus hijos y nietos. Son el dinero mejor repartido que pueden tener las familias, porque son ayudas al pago de la luz del hijo que no puede pagar la luz, es la ayuda para ir al supermercado a comprar las cinco cosas que no puede comprar la hija, es la ayuda que le dan a nuestros jóvenes nuestros abuelos y abuelas para que puedan salir los fines de semana o se pueden a comprar las zapatillas de deporte". Lo cual no deja de ser una alucinante descripción de un país que va como un cohete.

Voy a tirar piedras contra mi propio tejado, yo estoy mucho más cerca de jubilarme que de salir los fines de semana o de comprarme zapatillas de deporte, pero lo que hay que entender es que mientras las pensiones no dejan de subir, no lo hacen los salarios que las pagan. Porque, aunque algunos piensen que las pensiones salen de lo que los jubilados han cotizado durante su vida laboral, el sistema español es un esquema Ponzi. Es decir, una estafa piramidal que van pagando los nuevos pardillos que se suben a la rueda. Y eso implica que cuanto más aumentan las pensiones, más tienen que ir pagando esos trabajadores cuyos salarios no crecen. Y mientras los trabajadores jóvenes pierden poder adquisitivo, lo ganan los jubilados que disfrutan además de muchos descuentos e incluso de la gratuidad de ciertos servicios públicos. Pero como ha dicho Albert Ribera ahora que ya no aspira a ello, "el que quiera llegar a la presidencia del Gobierno no puede decir la verdad sobre las pensiones".

Tampoco puede decirla el fiscal general. Y además no está obligado a hacerlo. Lo que sí hace es poner en duda la imparcialidad de los jueces, nada menos que la de los del Tribunal Supremo, en una estrategia de defensa que podría parecer habitual, salvo por el pequeño detalle de que es precisamente el fiscal general del Estado. Decía también Sánchez en la sesión de investidura que "fuera de la Constitución y de sus reglas no hay democracia, sino imposición y capricho". Y en esas estamos.