El último Napoleón y los Zulúes

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El último Napoleón y los Zulúes
Foto: Gabriela Torregrosa
Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria
Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria
Lectura estimada: 5 min.

Son muchos quienes recalan en la ciudad francesa de Compiègne en pos de alguno de sus episodios históricos de profundas consecuencias. Unos, del escenario en el que en 1918 se firmó el armisticio que supuso el final de la Primera Guerra Mundial. Otros, de la localidad en la que en 1430 Juana de Arco fue apresada en la que sería su postrera acción militar. Aún otros, del sitio de procedencia de las beatificadas 16 carmelitas descalzas, guillotinadas en 1794 por desobedecer la obligación de secularizarse, solo diez días antes de la caída del Régimen del Terror de Robespierre. Y otros más, del Palacio de Compiègne, mudo testigo de las luces y sombras del Segundo Imperio, tanto políticas como humanas. 

La española Eugenia de Montijo contrajo matrimonio con el emperador Napoleón III en 1853. De entre sus residencias reales, la emperatriz sentía debilidad por la de otoño, Compiègne, donde la etiqueta parecía más ligera. Hoy, el palacio alberga el Museo del Segundo Imperio, con un anexo, el Museo de la Emperatriz, que a través de objetos, obras de arte y fotografías conmueve al mostrar la trayectoria vital que le estaba reservado recorrer a esta mujer, del deslumbrante esplendor cortesano a la soledad más oscura y desgarrada.

En ese desgraciado tránsito tuvo un involuntario papel primordial su único hijo, Napoleón Eugenio Luis Juan José Bonaparte, nacido el Domingo de Ramos de 1856, después de varios abortos y tras un parto complicado. De encarnar la esperanza de continuidad de su linaje, irónicamente su sino resultó el de ser el último Napoleón, cuya prematura muerte frustró cualquier posibilidad de restauración imperial bonapartista.

Napoleón III, hijo de Luis Bonaparte, rey de Holanda, y sobrino de Napoleón I, tras ser elegido presidente de la II República en 1848 por sufragio universal con el 74% de los votos, en 1851 se autoproclamó emperador. Pero en 1870 Francia es derrotada por Prusia. En la batalla de Sedán, Napoleón III es capturado, dando lugar al hundimiento del Segundo Imperio para establecerse la III República. La familia imperial se exiliaría primero a tierras belgas y luego definitivamente a Londres, cuando el príncipe tenía 14 años.

Al morir Napoleón III en 1873, sus seguidores proclamaron al joven como Napoleón IV. Iniciaría entonces formación militar en la academia de Woolwich para emular la gloria del "gran corso", pensando en el trono. La oportunidad le llegó tras la batalla de Isandlwana, el 22 de enero de 1879, donde más de 2.000 "casacas rojas" (tropas británicas) y aliados nativos murieron en el desastre británico ante fuerzas indígenas.

Con 23 años y grado de teniente, Napoleón Eugenio partiría a Sudáfrica a la guerra anglo-zulú, para unirse a las tropas británicas del comandante Lord Chelmsford, que buscaban el desquite con el honor herido. Pero Chelmsford para protegerle le asignó solo acciones de reconocimiento.

El 1 de junio de 1879, el príncipe, junto a su escolta el teniente Jahleel Brenton Carey y otros cinco militares, salió de patrulla contraviniendo la orden de llevar escolta numerosa. En el valle del río Tshotshoi se detuvieron a descansar en Itelezi, un asentamiento zulú abandonado. Allí les emboscaron medio centenar de guerreros de los regimientos iNgobamakhosi y uNokhenke. Carey montó y escapó. Al asustarse el caballo del príncipe, el fuerte tirón partió las correas de la silla utilizada por su padre en la batalla de Sedán. La climatología en Sudáfrica había deteriorado el cuero. Los zulúes lo acorralaron y se defendió con gallardía. Le atacaron con sus assegais (lanzas) y le causaron cerca de una veintena de heridas, cinco mortales (una le atravesó el ojo derecho). La profusión de lesiones indica que tuvieron que empeñarse para reducirlo. 

En el cuadro de Paul Jamin de 1882 representando su muerte, Napoleón Eugenio utiliza un arma con la mano izquierda, aunque era diestro. Esto es porque al arrojarlo su caballo, cayó sobre su costado derecho y se dañó el brazo, por lo que tampoco pudo desenvainar la espada de Napoleón I.  

Los zulúes desmembraban a sus enemigos vencidos, pero al príncipe lo respetaron, por su valor y porque portaba una cadena con dos medallas, una de la Virgen y otra de carácter familiar, como los guerreros zulúes portaban amuletos alrededor del cuello. Su cadáver fue desnudado y abierto en canal, según costumbre zulú para liberar el espíritu.

El cuerpo fue llevado a Inglaterra en un buque de guerra británico. Al funeral en Chislehurst asistieron 40.000 personas, incluida la reina Victoria.

Carey fue sometido a consejo de guerra, por no impedir que matasen al personaje al que escoltaba ni morir heroicamente con él. Pidió audiencia a la emperatriz, que ella rechazó. Pero salió absuelto de la corte marcial.

El príncipe se convirtió popularmente en un héroe, y su muerte conmocionó a toda Europa. La guerra acabaría solo cuatro semanas después, con el triunfo británico. "Luchó valientemente y con gran coraje, como los leones cuando están heridos", contó Langalibalele, uno de los zulúes que acabaron con su vida. Diría el primer ministro británico Benjamin Disraeli, al recibir la noticia del óbito del príncipe imperial: "¿Quiénes son esos zulúes? ¿Quién es ese pueblo extraordinario que (...) acaba en un día con una gran dinastía?".

Eugenia de Montijo sobrevivió cuarenta años a su hijo vistiendo luto riguroso. Obsesionada por haberle dejado ir a Sudáfrica, un año después de su muerte viajó al lugar de los hechos, y pasó toda la noche haciendo vigilia junto al cenotafio de mármol blanco erigido allí en forma de cruz, costeado por la reina Victoria. En el centenario de la muerte del príncipe en 1979, el embajador de Francia en Sudáfrica visitó el cenotafio e instaló una placa conmemorativa.

La localidad inglesa de Farnborough, en el condado de Hampshire, alberga la tumba de Napoleón III y la familia imperial, en una capilla de estilo gótico flamígero, del arquitecto francés Gabriel-Hippolyte Destailleur.

La emperatriz levantó el mausoleo para su marido e hijo, en una abadía construida en 1881 bajo la advocación de San Miguel. Iba a rezar asiduamente al lugar, y dispuso ser enterrada allí tras su muerte, ocurrida en 1920. Cedió en 1895 la propiedad a una comunidad de monjes benedictinos del monasterio francés de Saint Pierre de Solesmes, que hasta la actualidad celebran oficios en memoria de los tres miembros de la familia imperial y Napoleón I en los aniversarios de sus muertes. Una delegación francesa solicitó en 2007 sin éxito a los benedictinos repatriar a Francia los restos del emperador y familia.

No es poco lo que queda del príncipe en Francia, en una sala del Palacio de Compiègne, en forma de emblemáticos objetos que narran la mala ventura sin necesitar palabras, muchos de ellos portados desde miles de kilómetros por una madre en hondo duelo: la silla de montar, el uniforme horadado, las lanzas, la medalla, el cuadro de Jamin representando la escena o el de Victor Cousin que plasma a Eugenia de Montijo en Sudáfrica, ante el cenotafio. Imágenes de madre e hijo juntos, que irradian la calidez del amor puro. Una gesta heroicamente insensata, con visos románticos, que hasta ha inspirado una ruta turística desde 1995 en aquel país del hemisferio sur.

Fotografías: Gabriela Torregrosa

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