'Los lunes al sol'
Mientras la mujer de mi amigo realizaba las últimas compras de Reyes, le acompañé con sus hijos, a disfrutar de los carruseles que habían puesto en mi ciudad, cerca de la fuente iluminada que descansa al lado de las letras, que indican su nombre llenas de vegetación.
Al primer espectáculo les invite yo.
Y en la cola para sacar los tickets justo delante de nosotros estaba ella. No era una niña. Era una princesita de unos ocho años. Una muñeca sacada de esas revistas de moda que muestran las tendencias de la ropa infantil. Rubia, con ojos verdes, unas trenzas perfectas y una sonrisa natural. La conversación de sus acompañantes, la madre y la abuela, elegantes, con clase indisimulada y también bastante atractivas, me entristeció.
Uno de los hijos de mi amigo no hacía más que observar a la pequeña. La casualidad y el orden hizo que los tres compartieran vagón. A la tercera vuelta que pasaron a mi lado les tiré una foto de recuerdo. Madre e hija seguían hablando y a mí, sin querer, escuchar sus palabras me estaban doliendo.
Al terminar el primer viaje, seguimos el recorrido y me di cuenta como el hijo pequeño de mi amigo se giró y volvió a buscar con la mirada a la princesa con la que había compartido asiento. Ella se perdió entre la multitud.
Compramos unos algodones gigantes de palo. Mi amigo se desplazó un poco. Su mujer le había llamado para hacerle una consulta desde una tienda.
En los mini coches de choque, volvimos a coincidir. El hijo pequeño de mi amigo golpeó tres veces el guardabarros de la princesa y de cada impacto no podía disimular la alegría que le daba cuando comprobaba que, tras cada golpeo, ella perdía el rumbo y la dirección. Madre y abuela seguían con la misma conversación. Me causaron tristeza.
Dimos un par de vueltas al recinto y ya descansamos a los pies de la fuente y tiramos unas fotos para enviar a los abuelos.
Nunca hay dos sin tres, así que justo y de nuevo a nuestro lado, volvieron a acercarse las tres a compartir nuestro espacio junto a la fuente. Las dos mayores para fumar un cigarro y la reina de los carruseles para abrir un sándwich envuelto en plata.
El hijo pequeño de mi amigo, ya no apartó la mirada de ella hasta que acabó el último bocado.
La vida me estaba dando un regalo. Mi amigo estaba enviando las fotos a los abuelos, pero se estaba perdiendo la escena de atracción más pura que se puede uno imaginar.
Ellas seguían a lo suyo, a lo mismo que habían hablado en la cola, en los coches de choque y ahora en la fuente. No me quitaron ni por un momento la ilusión que me daba ser testigo de la más bella historia de amor que uno pueda soñar ver en una pantalla de cine.
El hijo pequeño de mi amigo se acercó a la muñeca de trenzas perfectas y sin poder adivinar que la dijo, al momento los tres pequeños estaban corriendo alrededor de la fuente.
Esos diez minutos restantes ya me los guardo para mí, no soy capaz de escribir bien lo que sentí y no me gustaría estropearlo.
La mujer de mi amigo, que ya había hecho las compras y dejado todo en el maletero del coche, llegó a nuestro encuentro y yo decliné la invitación para ir con ellos a tomar un chocolate.
Durante el camino hasta llegar a mi casa, volvía triste.
No podía dejar de pensar en la madre y en la abuela. Qué pena que no hubieran sido testigos, como yo, de esa maravillosa secuencia que se había desarrollado en tres actos.
Delante de mí y ante centenares de niños y mayores yo había sido el elegido para ver en primicia y riguroso directo al primer encuentro del hijo pequeño de mi amigo con la atracción, el deseo y la belleza que nos regala la vida.
Ellas no sacaron boleto para asistir a ese estreno. Ellas pasaron por los carruseles para perder la tarde, para perder el tiempo, para perder la vida.
Ellas pasaron su tiempo de la manera que las hizo feliz. Hablaron de Pedro Sánchez, de su mujer, del otro golfo del hermano que no era ni músico, del otro ministro que se iba con su amante de viaje, de la ministra podemita que lleva bolsos de miles de euros…
Ellas se habían subido al tiovivo que gira y gira sin destino alguno, donde todo acaba en el mismo sitio, mientras su hija y nieta se había montado en el lugar más mágico donde nacen todos los sueños, en EL TREN DE LA BRUJA.