Miserable
En el breve espacio de diez días, he visto llorar a dos jóvenes frente a mí, algo que es difícil que suceda en estos tiempos en los que se critica tanto sobre los sentimientos y la actitud de los adolescentes.
La chica vestía de morado y oro. El chico de morado y blanco.
Ella estaba a la puerta de una iglesia. Él en la terraza de un bar.
La procesión en la que ella iba a salir en la quinta posición de la fila de la derecha se había suspendido por las condiciones climatológicas.
El carnet que el joven sacó de la cartera mostraba su asiento de la quinta fila de la grada sur.
No lloraban tras una pelea con sus compañeros, ni por una riña en casa, ni por un desamor, ni por malas notas. Eran lágrimas de esas que salen del alma directamente, sin contención posible.
Los sentimientos de alegría o de tristeza a esa edad no se pueden ni deben controlar.
La primera se pasó media tarde observando en el móvil las predicciones, nuestro segundo protagonista se había pasado dos horas frente a un televisor.
La procesión de la chica de pelo recogido no salió, el equipo del joven descendió.
No les conozco de nada, ni sus nombres, ni donde viven o estudian. Pero desde la distancia les estuve observando.
Seguro que ella asiste a su parroquia todos los domingos con sus amigas, me imagino que él sube cada dos semanas al estadio.
A esa edad todo se vive con una pasión y una entrega que ya no se vuelve a repetir nunca.
Todo es nuevo, sorprendente, único. Todo es la primera vez.
A ella no pude escucharle ni una palabra, no la tenía tan cerca.
A él antes de dejar la bufanda en la mesa al lado del móvil y el botellín solo pude escucharle decir a otro colega de mesa "tío, que nos lleva a la ruina este miserable".