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La lluvia amarilla
La crónica cultural de Ágreda de este lunes en Tribuna
El teatro hace preguntas. No da respuestas. Esta noche el LAVA es Ainelle. El pueblo de Andrés Casa Sosa y de Sabina, su mujer y de sus hijos. Son sus últimos habitantes. Comienza La lluvia amarilla, la estupenda novela de Julio Llamazares que Jesús Arbués adapta y dirige de manera brillantísima, ya puede estar contento Julio y satisfecho por muchos motivos.
El espectador se da de bruce con todos los yoes que lleva dentro. Pocas veces presenciando una obra de teatro se lleva uno sorpresas tan agradables. Pocas veces el asombro se alía con la felicidad, la obra bien adaptada con la satisfacción de haber salido de casa y venir hasta la Sala Concha Velasco.
El público de esta noche sabe a lo que ha venido, se les ve en la cara. Sabe que teatro quiere ver y a que actor y a qué actriz. Y quiere ver a Ricardo Joven (Andrés Casa Sosa) que hace algo dificilísimo y muy raro de ver: expresar con miradas, con silencios, con repentinos ataques de locura que recuerdan a Don Quijote de la Mancha, da la sensación de estar poseído y luego ese lenguaje tan preciso, tan violento, sin esperanza. Aterra y conmueve a partes iguales.
Su Andrés Casa Sosa es una criatura becketiana, prisionera del tiempo. Y luego está ese descubrimiento, tomen nota: Me llamo Alicia Montesquiu. No hay más arduo en el teatro que escuchar verdaderamente, acariciar cada palabra, lo que hay debajo de ella, y lo que hay en la palabra del otro. Alicia Montesquiu, (Sabina) mira, escucha, canta, pasea desde la sombra y le da presencia al derrumbe de su marido.
La adaptación que realiza Jesús Arbués, si me apuran, supera a la novela. Dejarse llevar por las historias que cuentan otros, tejiendo escena tras escena, solo con la voz, con la presencia, encandila al público que contiene la respiración y le mantiene alerta. Le despierta la curiosidad. La literatura, el teatro y la muerte bailando en la oscuridad de la Sala Concha Velasco, en el LAVA.
La cama omnipresente, el pueblo en imágenes que se superponen, quizás excesivamente, (gracias por el apunte) sobrevuelan las escenas y el paisaje de Ainelle levantan una atmósfera de gran potencia onírica.
Las historias se trasladan a la cabeza del espectador que apela siempre a su historia familiar. La gran mayoría del público, solo hace falta echar un vistazo, seguro que ha enterrado a su madre, a su padre, algún hermano se ha suicidado... y al enfrentarse a ese proceso de sufrimiento, la mente se purifica. Este teatro que propone Corral de García se convierte en algo espiritual. Felicidades Jesús Arbués.
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