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La catástrofe del Cabo Machichaco

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La catástrofe del Cabo Machichaco
Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria
Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria
Lectura estimada: 8 min.

 

La mayor catástrofe civil de la historia contemporánea de España tuvo lugar hace siglo y medio en Santander, y de sus grandes dimensiones nos da una idea el hecho de que todavía cada año, a pesar de tanto tiempo transcurrido, se continúa recordando y haciendo una ofrenda floral en el día de su aniversario.

El Cabo Machichaco era un vapor de 78 metros de eslora y 10 de manga, construido en 1882 en el astillero Schlesinger, Davis & Co., de la ciudad inglesa de Newcastle, aunque inicialmente había sido denominado Benisaf. Fue de los últimos barcos de su categoría con casco de hierro, pues pronto se utilizaría el acero, más ligero y con mayor capacidad de carga. La embarcación contaba con tres bodegas, dos a proa con una separación no estanca, y una tercera a popa. Su primer propietario fue el armador francés Jules Mesnier, pero en 1885, el Benisaf y tres buques análogos fueron vendidos por 49.500 libras a la compañía sevillana Ibarra y Cía., siendo rebautizados.

El 24 de octubre de 1893, el Cabo Machichaco zarpó de Bilbao siguiendo su ruta habitual a Sevilla, y realizó la escala acostumbrada en Santander, seis horas después. Aunque solía hacerla los domingos por la tarde, ese día era martes, porque los calendarios habían quedado trastocados como consecuencia de las medidas sanitarias aplicadas por la epidemia de cólera en Bilbao a los navíos procedentes de allí. En el caso del Cabo Machichaco, además, buena parte de sus 35 tripulantes, incluyendo su capitán, Facundo Léniz, eran vizcaínos. Las autoridades portuarias, siguiendo el reglamento, prescribieron a la nave diez días de cuarentena fondeada al final de la bahía, frente al lazareto de Pedrosa.

El barco portaba 1.616 toneladas de carga, que se componía de materiales siderometalúrgicos y de ferretería como vigas de hierro, hojalata, tuberías, clavos y raíles; productos alimentarios, papel, tabaco, madera, artículos de droguería y 12 toneladas de ácido sulfúrico en 20 recipientes de vidrio. También transportaba 1.720 cajas de dinamita de 25 kg cada una, cantidad que cuadruplicaba la normal, porque acumulaba el envío del buque que no había llegado la semana anterior, y además llevaba la carga de dos líneas, Sevilla y Marsella.

La dinamita, salvo 463 cajas almacenadas en la bodega de popa, iba distribuida mayoritariamente entre las dos bodegas de proa, cuyos entrepuentes estaban repletos de vigas de hierro. El Reglamento del Puerto de Santander obligaba a los buques que transportaban explosivos a descargarlos en gabarras fondeados en La Magdalena, o bien en los alejados muelles 7 y 8 de Maliaño. Pero como no había obligación de declarar las mercancías en tránsito, solo las destinadas a Santander, el Cabo Machichaco únicamente notificó 20 cajas de dinamita y 10 de ron, y nadie vio peligro en esos reducidos guarismos, por lo que las autoridades fueron laxas en exigir el cumplimiento de la regulación, para evitar a la naviera los gastos y trastornos que eso le supondría.

El 3 de noviembre de 1893, finalizada su cuarentena, el Cabo Machichaco atracó a las siete de la mañana en el muelle 1 de Maliaño, en el centro de la ciudad, e inició con presteza el trasbordo de la carga al buque Navarro, que partiría con la marea para Cuba. Las 20 cajas de dinamita que se quedaban en Santander, escoltadas por la guardia municipal, recorrieron la urbe sobre un carro hasta alcanzar su destino. Tras la descarga de la bodega 2, se hizo lo propio con la 3, y cuando hacia las 14 horas los trabajos estaban concluyendo, se percataron de que faltaban cinco sacos de la segunda bodega. Al volver a esta a por ellos y levantar los cuarteles para buscarlos, comenzó a salir humo proveniente de un incipiente incendio, cuya causa fue incapaz de determinar el Tribunal Supremo en 1900, aunque se barajó fuera por una colilla o la fractura de algún frasco de droguería al entrar en contacto con material inflamable.

La tripulación trató de apagarlo con agua, con la colaboración de los bomberos. Buen número de curiosos se acercó a verlo desde tierra, y pronto comparecieron las autoridades: gobernadores civil y militar, alcalde, concejales, jueces y fiscales, responsables del puerto, oficiales de Ejército y Armada, jefe de la Guardia Municipal... Por el muelle circuló la información de que el buque transportaba dinamita y muchos transeúntes optaron en un primer momento por alejarse, pero volvieron al ver a las autoridades allí, lo que les hizo deducir que era una falsa alarma. Se ha estimado que habría unos tres mil espectadores en un radio de 200 metros, muchos niños, detenidos con sus madres o nodrizas en su ruta escolar.

Quienes dirigían la operación se guiaban por la convicción de que la dinamita no estalla en contacto con las llamas, solo arde. Pero no contaban con que un cartucho sumergido en agua puede disolverse y liberar gotas de nitroglicerina, que sí es susceptible de reventar.

A pesar de los enormes esfuerzos, el fuego de la bodega 2 no se sofocaba, y junto con el agua se extendió a la bodega 1. La tripulación del correo Alfonso XIII, de la compañía Trasatlántica, llegado el día anterior de La Habana, vino a socorrer al barco incendiado. Visto lo comprometido de la situación, el capitán decidió inundar ambas bodegas, abriendo un boquete en la proa. Los trabajadores se apresuraban a salvar efectos y mercancías antes de sumergirse el barco, mientras las autoridades subían a los botes para trasladarse a tierra.

Pero, acometiendo estas tareas, hacia las 16:45 se produjo una violenta explosión, como un gigantesco cañonazo de metralla disparado verticalmente hacia el cielo. Su trayectoria parabólica esquivó a los subalternos ubicados a popa del Cabo Machichaco, que de este modo salvaron la vida. Sin embargo, perecieron quienes se encontraban a proa o en las embarcaciones aledañas, como el capitán Léniz y sus oficiales, el capitán del Alfonso XIII, Francisco Jaureguízar, y 31 tripulantes, y casi todas las autoridades santanderinas.

Los fragmentos metálicos de la carga actuaron como metralla en un radio de 700 metros, aunque piezas más compactas se localizaron a 5 km de distancia, y en el tejado de un almacén de maderas situado a 2 km se produjo el macabro hallazgo de dos piernas. El bastón del malogrado gobernador civil, Manuel Somoza de la Peña, apareció en la playa de San Martín. El cuerpo del marqués de Casa Pombo fue identificado gracias a su reloj característico. Por una desgraciada coincidencia, en aquel momento salía de la estación el tren de Solares, sobre el que se precipitaron restos del barco, causando numerosas víctimas entre los pasajeros.

La multitud en las proximidades se vio cruelmente afectada, no tanto por la onda expansiva como por la metralla. Toneladas de agua y fango caídas del cielo arrastraron a muchas personas al mar o las golpearon letalmente contra superficies. La tremenda deflagración arrasó 25 manzanas de viviendas alrededor del puerto, y produjo un movimiento sísmico. La estación telegráfica de Santander fue uno de los 60 edificios que quedaron destruidos, lo que imposibilitó las comunicaciones en los momentos críticos y dificultó la precisión de las primeras crónicas periodísticas, reflejadas masivamente por la prensa española e internacional. El cargamento de vigas metálicas y raíles actuó como si fueran guadañas: en el recinto catedralicio, a más de 200 metros, cayeron sesenta vigas de 300 kg cada una.

Muchos inmuebles comenzaron a arder, pero como habían fallecido la práctica totalidad de bomberos y un gran contingente de guardias municipales y civiles, el fuego se extendió sin freno al no haber quién lo apagase y haberse perdido los equipamientos. Pese a bomberos venidos de la provincia, de Bilbao y San Sebastián, durante una semana las tres calles paralelas al muelle fueron pasto de las llamas. Vecinos de municipios cercanos se desplazaron a Santander en un tren especial para ayudar a frenar el avance del fuego al interior de la metrópoli, evitando que ardiera la catedral.

Unas 300 personas murieron en el acto, y el resto hasta alcanzar la cifra de 575 en los días siguientes; pero hubo 500 heridos graves, con quemaduras y mutilaciones, y cerca de dos millares de diversa consideración. El 5% de los habitantes de Santander habían resultado muertos o heridos, y familias enteras habían desaparecido.

Para incrementar la sensación de apocalipsis y caos, la ciudad estaba descabezada. De las autoridades apenas sobrevivieron el alcalde y el gobernador militar, heridos, así como el presidente de la Diputación, Francisco Sainz-Trápaga. El regidor, Fernando Lavín Casalís, con graves lesiones en la cabeza, se centró heroicamente en proporcionar asistencia a aquellos menos afortunados que él, y tomó las riendas de la reconstrucción, recibiendo la medalla de la Orden Civil de Beneficencia de Alfonso XIII.

Pasados seis días, se anunció que iba a sacarse la dinamita que seguía a bordo. Muchos ciudadanos huyeron de la capital, y para infundir calma a los restantes, durante el comienzo de la extracción personas de rango elevado, que acudieron desde fuera, se dejaron ver por los muelles: diputados y senadores montañeses, el marqués de Comillas y el ministro de Hacienda, Germán Gamazo. Hubo voces que proponían, una vez retirada la mayor parte del explosivo y materiales que potencialmente podrían convertirse en metralla, alejar el barco en alta mar y detonarlo allí.

Para valorar la mejor opción, el 4 de marzo se constituyó por Real Orden una Junta Técnica que llegó a Santander el 15 de marzo y se decantó por continuar extrayendo la carga y desguazando el casco, a pesar de que al hundirse el barco, las 463 cajas de dinamita de la bodega 3 habían quedado sumergidas, liberando nitroglicerina. El 21 de marzo de 1894, Miércoles Santo, un buzo de los del puerto, que turnaban con los de la naviera, bajó a la bodega 3 con una lámpara de cien bujías y hacia las 21:10 se produjo una explosión que mató a 15 personas e hirió a 9.

La población, indignada, intentó asaltar el Gobierno Civil, las oficinas y dos buques de Ibarra y atacó a la Guardia Civil. Se decidió evacuar Santander y efectuar una voladura controlada del barco el 30 de marzo por el cañonero Cóndor de la Armada.

El 9 de diciembre de 1893 se constituyó la Junta Central de Socorros para distribuir los donativos recibidos para auxiliar a los damnificados. Como la localidad había perdido sus bomberos, en octubre de 1894 se constituyó el Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Santander.

En 1896, la jurisdicción de Marina no apreció responsabilidad penal de tripulantes ni autoridades en el suceso. No obstante, la aseguradora La Unión y el Fénix reclamó a Ibarra las sumas abonadas a sus clientes y, tras perder en primera instancia, recurrió al Supremo, que el 23 de junio de 1900 desestimó la demanda.

En la explanada donde tantos santanderinos encontraron la muerte, se erigió en 1896 un monumento del arquitecto municipal Valentín Lavín Casalís, consistente en una cruz de piedra con las fechas de las dos explosiones y una mujer doliente de bronce que sujeta una corona de flores, alegoría de Santander, del escultor Cipriano Folgueras Doiztúa. Ese mismo año, el escritor cántabro José María de Pereda narró la tragedia en su obra Pachín González.

El 3 de noviembre de 1899 la Compañía Trasatlántica sufragó un monumento funerario, diseñado por García Cabezas, en el cementerio de Ciriego, en recuerdo de sus empleados del buque Alfonso XIII, fallecidos ayudando al Cabo Machichaco.

Santander nunca ha olvidado esta tragedia. En 1958 se creó la Real Asociación Cabo Machichaco. El 3 de noviembre de 2018, se colocó una silueta del barco de color naranja y tamaño real, en el lugar exacto del siniestro. Y el Museo Machichaco abrió sus puertas en la Estación Marítima el 3 de noviembre de 2023, 130 aniversario de la catástrofe. Cada 3 de noviembre, la jornada posterior al Día de Difuntos en que se cumple la efeméride, el Consistorio de la capital cántabra deposita flores en el monumento por aquellos convecinos que padecieron el día más negro de la historia reciente de esa tierra.

 

 

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