El artista actuará el próximo 26 de abril en el parking del Estadio José Zorrilla
Que sea la música
Como cada lunes Ágreda nos trae su crónica cultural en 'Palabras contra el olvido'
Comienza la temporada de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León (OSCyL) en la Sala Sinfónica Jesús López Cobos del CCMD con Blumine de Gustav Mahler. Dirige Baldur Brönnimann. Esto empieza bien. El oficio de director se aprende en el podio. El rostro y los andares de Brönnimann son la viva imagen de la felicidad, de la expectación, de que por fin ha llegado la hora.
Las manos de Brönnimann (dirige toda la noche sin batuta) piden todo con una delicadeza y una suavidad que salta a la vista. Los músicos siempre agradecen -como todos- que las cosas se pidan por favor. Apenas mueve los pies del suelo, muy alejado de esos odiosos directores, directores sonajeros que tienen el "baile San Vito", son sus miradas, sus brazos los que alertan a los músicos para que se preparen para entrar en combate.
Los veinticinco minutos que duró el Concierto para violín y orquesta op. 35 de Korngold se pasaron en un suspiro. La violinista japonesa Midori cautivó al respetable con la primera nota. Toda la música que salía de las cuerdas de su violín sonó cercana y reconocible. Con las dosis justas de misterios que la música de Korngold lleva escrita. La música avanzaba sin brusquedad, gracias a la maestría de Midori y por supuesto a la OSCyL que dirigida con guante de seda por Baldur Brönnimann llegaba al patio de butacas con el volumen preciso y justo para disfrutar del concierto a tope.
El Romance de Concierto para violín y orquesta resultó intimista, fluido y delicuescente. El violín de Midori desgranó por la Sala Sinfónica Jesús López Cobos un extenso solo como si se tratara del collar de perlas de la Reina Isabel II de Inglaterra, siempre brillantes, siempre engarzadas, De la melodía se encargaba la OSCyL a la que se la veía encantada y contenta de compartir con ese prodigio musical la temporada que empieza.
Descanso y refrigerio. Por fin se ha abierto la cafetería y como se agradece volver a la sala con una copita de cava en el cuerpo, o dos, porque son veinte minutos de descanso que se pasan en un suspiro. (Antes de nada, gracias a M. por el título que da pie a estas líneas).
Y llegó Alexander Von Zemlinsky y su Die Seejungfrau (La sinerita) y la música sonaba quejumbrosa con una tensión "hitchcocksiana" y minuciosa gracias a los gestos de Brönnimann. En la última salida a escena, la orquesta no se levantó, dejó que los aplausos fueran para su director, para mostrarle su admiración. Por allí había pasado un director que nos había dejado a todos embelesados.
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