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Errores, nada más


Nunca he visto a nadie en mis cuarenta años que haya vivido sin cometer un solo error. Lo que sí he visto mucho es lo que hice yo durante años, cometerlos, no aprender de ellos y volver a repetirlos.

El reconocimiento es un grado muy duro de aprender. Tanto como lo puede ser sacarse una carrera de medicina, solo que esta carrera es una terapia dirigida a vencer unos monstruos muy grandes: el orgullo y la ignorancia. Al principio, cuando eres suficientemente consciente como para darte cuenta de que lo que estás haciendo no es bueno para nadie, es más, que estás causando un gran daño a alguien o a ti mismo, todo parece un juego que no tiene consecuencias. Y probablemente sea así porque yo creo que hay etapas en la vida en la que conviene acumular errores hasta dar con algo más allá de una solución a un problema, con una forma de ser completamente nueva. Una metamorfosis que no busca un camino concreto, solo una transformación.

Justo cuando creas que estás topando con el máximo que puedes dar, es cuando se abren esas posibilidades de transformación. Todo lo demás es buscar soluciones que no sirven. Por ejemplo, cuando llega una nueva persona al gimnasio para entrenar, lo más seguro no es que acuda tratando de matar el tiempo, sino tratando de matar algún aspecto de la persona que era y convertirse en alguien nuevo de quien sentir más orgullo. Lo sé, porque lo he vivido. Lo sé, porque lo reconozco en los demás incluso cuando los demás hacen lo mismo que yo, fingir que todo va bien. Pero cuando alguien agarra la toalla y se marcha un viernes por la noche a entrenar, a sudar litros de agua en lugar de oler a litros de colonia, sabes esas cosas.

Como yo he cometido errores y también he cogido la mochila de entrenamiento a horas poco normales para hacer deporte, respeto a quienes lo hacen. No me produce risa ni rechazo, es respeto. Una persona que se va sola a entrenarse a sí misma porque algo dentro de su cabeza le da ánimos para  ganar su batalla, es alguien lista para emerger de las profundidades. Es más que una terapia, es un ritual en el que puedes confiar y en el que no hay nada de malo. Reconoces que algo va mal, decides hacer un cambio y ese cambio puede que te lleve a hacer cosas que no estaban previstas, pero que eran necesarias.

Me pregunto si quienes miran a otros hacer estas cosas mientras piensan que están locos, que deben ser una especie de chalados obsesivos del deporte, se atreven a mirarse a sí mismos ante el espejo y reconocer que no están llevando a la práctica la vida que quieren. Es muy duro hacer esto, y es de duros no de locos alterar todas las cosas que forman parte de la vida adulta para adentrarse de nuevo en una etapa en la que haces lo mismo que de niño, probar, salir, ir, volver, aparecer, no dejarte ver y lo que haga falta. Me lo pregunto porque incluso a día de hoy y en el siglo en el que estamos ya, la gente que hace cosas que son contrarias a las establecidas se esconden para que nadie piensen que han perdido la cabeza.

El caso es que lo reconocen. Reconocen el error que hayan cometido. Reconocen que tienen que cambiar. Que el mundo a su alrededor puede estar mal pero que si ellos hacen algún cambio puede que las cosas mejoren.

En los ochenta era una idea desconcertante pensar en alguien reconociendo su fracaso y quedando en evidencia. En los dos mil pasaba lo mismo. Hoy apenas nada ha cambiado. La gente esconde sus errores, incluso a su familia, piensan que de alguna forma es mejor que nadie se entere de nada. Es un error porque lo que no se reconoce no se hace visible y lo que no se hace visible no se puede corregir. No hay que tener miedo a fracasar, ya es doloroso haber perdido o destruido u olvidado como para dejar que el miedo haga de nosotros unos perdedores encubiertos. No hay nada de malo en fallar siempre y cuando tengas clara una regla fundamental: a lo alto no se llega soñando, sino trabajando duro y aprendiendo de tus errores.