Llevo hoy justo seis meses viajando con un bello compañero de 184 páginas. Ha resultado una experiencia vital honda y genuina que, ahora me doy cuenta, ha cambiado mi mirada de lo cotidiano para siempre. Las cosas que hacía y veía, los gestos a los que estaba habituada, se han transformado por completo en este medio año mudando su sentido, obedientes al "ábrete Sésamo" del aura que rodea a la mágica palabra de "escritora".
Porque ha sido este libro propio quien me ha llevado a descubrir multitud de paisajes y rincones para presentarlo en todos ellos, aunque en cada palabra pronunciada sobre las historias que encierra sospecho que también me he revelado a mí misma. De su mano he visitado muchos municipios, pequeños y grandes, algunos que aparecen en los relatos, otros que los ven como escenarios lejanos; me han acompañado alcaldes, concejales, técnicos, prensa, fotógrafos, amantes de la cultura, lectores consumados o en ciernes, rostros tersos o surcados por arrugas, esbozando expresiones divertidas, atentas, interesadas o intrigadas; he dedicado numerosos libros, he contestado infinidad de mensajes, he conocido a incontables personas, me he reencontrado gracias a él con amigos queridos, tras mucho tiempo de ausencia. Ilusión, nervios, sueños, insomnios emocionados, a la llegada y apertura de cajas de libros con sus separadores a juego, que me parecían un valioso tesoro que refulgía ante mis ojos.
Yo, que solía frecuentar Ferias del Libro haciendo cola para obtener las rúbricas de mis autores predilectos, junto a él he ocupado por primera vez un lugar al otro lado de esa línea entre dos mundos que ahí se tocan. Me ha encantado constatar lo que ya intuía: que los pocos minutos de conversación privada con cada lector de esa fascinante fila en espera son habitualmente de una sinceridad y un afecto tan auténticos, que algunas frases allí vertidas las rememoraré siempre.
Con él en casa, he celebrado mi primer Día del Libro, recorrida por la pulsión de una primeriza que, con un hijo recién nacido en el regazo, entiende que el Día de la Madre ya ha adquirido un significado insondable y profundo, antes inalcanzable.
Me he sentido cuidada con esmero por los libreros en cada una de las sesiones de firmas y fotos, que han sido todas maravillosamente únicas; observando comprensivos cómo me estremecía al ver mi libro en los estantes, las casetas y los escaparates, con la satisfacción de aquel a quien se le gradúa un joven a quien un día conoció en la cuna. He visitado bibliotecas no para leer o investigar, sino como espacios de oralidad compartida, con personal entregado y enormemente profesional, guardianes de esencias y de todo un acervo irreemplazable. He realizado entrevistas, algunas preciosas y plenas de corazón, con una especial conexión con el periodista, como si no hubiera más audiencia.
Toda mi vida escuchando "¿por qué no te animas a escribir?", y ahora la pregunta reiterada es "¿para cuándo el siguiente?". Acostumbrada a perseguir historias en soledad, de pronto en ese afán ha brotado una preciada compañía: muchas personas desinteresadamente se acercan a mí para proponérmelas, me las regalan desde el amor a sus tierras y a la palabra, para tratar así de hurtarlas al olvido y rescatarlas del naufragio del tiempo sobre el tablón seguro del papel escrito.
Pero, con todo, presiento con perplejidad que el libro hace seis meses que me ha dejado de pertenecer. Ya es de cuantos han conformado su pequeña historia, dentro o fuera de sus páginas. Mientras tanto, aquella niña de décadas atrás que construía fantasías aferrada a su cuaderno y su lápiz ha vuelto de nuevo para reverdecer cada latido y sonríe complacida, reconocible desde la luna de un espejo.
Fotografías: Gabriela Torregrosa / Vanessa Garrido / Alicia Arés / David Castro