Hace no mucho me encontraba cenando en una terraza con mi esposa cuando, por casualidad y no por cotilleo, escuchamos a un grupo de jóvenes que no llegarían a los 15 años hablando de lo difícil que es la vida. En ese momento solo te viene a la cabeza Rubén Darío recitando a voces aquello que decía: Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver, cuando quiero llorar, no lloro y a veces lloro sin querer.
Sin embargo, es un momento en que te ríes y sigues con tu cena, tranquilo. Pero no paras de dar vueltas a ese sufrimiento juvenil con dinero en mano para cenar en un restaurante mientras los demás, afortunados, trabajamos para subsistir. Si en aquel momento me hubiera acercado a decirles una frase típica en el sentido “pues no te queda ni nada”, me habría sentido el abuelo cebolleta versión siglo XXI, deshonrando a Vázquez.
Pero después me surge la vena empática, esa que me hace recordar mis 15, con mis alegrías, mis penas, mis cabreos y varias quejas del estilo de esos jóvenes a quienes doblo la edad. Solo que ahora tengo otra perspectiva y no solo por la edad. Cuando me enfundé mis zuecos y pijama por primera vez, con mi título en la mano, hacía poco que había desarrollado un trabajo para graduarme. El trabajo de fin de grado trataba el duelo.
Mientras los aficionados de Clint Eastwood piensan en dos vaqueros con sus pistolas, quienes hayan sentido alguna vez la necesidad de indagar en la palabra, habrán descubierto un mundo que puede prolongarse desde días a años. Negación, ira, negociación, depresión y aceptación, las famosas cinco fases que describió Elisabeth Kübler-Ross para hablar de una situación de vacío. Y aunque otros autores pueden llamarlas de otra forma, vienen a ser similares.
El duelo suele asemejarse a la muerte, al fallecimiento de alguien muy cercano. Sin embargo, se vive un duelo cuando sufres una amputación, cuando ingresan a tu hijo en un hospital y no puedes verle, cuando alguien se marcha lejos. La pérdida no tiene por qué asociarse únicamente a la muerte.
Cada vez que oigo usar la expresión “estoy depre” me rechinan los oídos. Hemos asimilado que no existe más que un estado de alegría en el que todo es de mil colores y, si no se cumple, estás deprimido. Es una forma muy infantil de ver la vida, pero cada vez se extiende más. Ya no se asume que alguien pueda estar triste o, simplemente, que se ha levantado con mal pie ese día. Parece que todo se convierte en un drama. Desde que tienes 15 años y te parece que la vida es muy dura, hasta cuando fallece un ser querido.