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Con zuecos y pijama

Por Marcos Pastor Galán

La mercantilización de la salud


Hace unos días saltaba a la luz la crisis de Muface, que no pudo llegar a un acuerdo con las aseguradoras privadas para los funcionarios. Este asunto lleva muchos años sobre la mesa, pero, mientras había beneficios, las aseguradoras se encontraban provisionalmente cómodas en su posición. La situación actual abre por fin el debate sobre si un empleado público debe o no tener acceso a un seguro privado costeado por el estado. Y se enmarca dentro de la continua mercantilización de la salud.

Antes que Muface lleve el debate a su terreno, anticipo que mi opinión particular es que los empleados públicos no deberían disponer de sanidad privada. No tiene lógica que la administración pública sustente un servicio privado en vez del público; al hacerlo, siempre se podrá cuestionar qué interés hay en ello, quién obtiene el beneficio (el seguro o el empleado) y si el cargo político que lo firma se lleva su parte proporcional por una vía poco ética.

Desde hace años en España se ha puesto de moda tener un seguro privado, incluso entre quienes disfrutan de la sanidad pública. Lo justifican por la mayor rapidez para obtener una consulta y el renombre que tiene el sistema privado en otros países. Como he comentado en otras ocasiones, el sistema privado de otros países se forma por una red de clínicas y hospitales de asistencia casi de lujo. Y con lujo no hablo de paredes con papel pintado, sofás bonitos, recepciones gigantes y gente que sonríe falsamente como si fuera El show de Truman.

La asistencia de alto nivel debe implicar la excelencia profesional, algo que, por desgracia, se ha perdido en España tanto en el sistema privado como del público (este tema lo trataré la próxima semana). La cuestión es que lo que llamamos privado en nuestro país no responde al estándar habitualmente conocido, sino a un sistema low cost, creado para un consumidor que quiere inmediatez independientemente de la calidad.

Esto no es una crítica al sistema privado; en otras ocasiones he citado no solo la necesidad de que exista sino mi postura a favor de su presencia. Por supuesto, dentro de la calidad esperada y el coste asociado. Al final, el mercado ha provocado cierta infantilización del paciente, que acude a un servicio de urgencias sistemáticamente por cuestiones nada urgentes. Y en ese sentido, resulta imposible una forma privada de excelencia.

Por otra parte, la colaboración habitual de la sanidad pública con el sistema privado acaba maquillándolo: se llama eficiente a un hospital público de gestión privada donde, en realidad, los costes son los mismos (e incluso mayores), pero generando beneficios a la empresa. O lo que viene a ser igual, si con el mismo coste sobra dinero, quiere decir que se fuga por algún sitio. Y así es, los salarios son extremadamente bajos para todo el que no sea médico (y para algunos médicos también) y muchas veces se encuentran materiales de dudosa calidad.

Pero la culminación de la mercantilización consiste en los sobornos farmacéuticos, que hubo que frenar en la sanidad pública. Sin embargo, desde que se puso de moda tener un seguro de 50 euros mensuales para disponer de una segunda opinión, ha crecido de nuevo el consumo de productos sin evidencia científica. Al final, es fácil jugar con la necesidad y la desesperación de los pacientes. Desde recomendar suplementos alimenticios más costosos que el seguro hasta solicitar pruebas innecesarias que no se cubren en la póliza. Todo con el fin de facturar.

¿Se hace esto porque quien ejecuta dicha recomendación recibe obsequios o un porcentaje de salario añadido? Eso quiero pensar, porque considero mejor la falta de ética a la negligencia. El caso es que entre el seguro, las pruebas complementarias y los fármacos, al final esa segunda opinión ya no son 50 euros euros mensuales sino 150 para acabar en el mismo punto de partida. E insisto, todo esto bajo el consentimiento y la aprobación de los propios pacientes.

Finalmente, digamos que todo este embrollo se explica porque la mayoría de centros privados no lo son en realidad. Su economía se sustenta principalmente por las concesiones del sistema público y las mutuas, no precisamente por los seguros privados ni por la gente que saca la tarjeta bancaria para pagar al salir. Y esto cuestiona por qué la administración no pone freno a este proceso vicioso y quién se beneficia de que siga sucediendo.